Ya hace más de un mes que hemos empezado el curso pero todavía comenzamos ahora la publicación en este blog debido al mucho trabajo que se lleva a cabo en el inicio de curso y a las pocas personas que debemos hacerlo, o sea a "los recortes".
Por eso lo primero que queremos enseñaros este curso son los relatos premiados en el Concurso Literario del pasado, ya que son la mejor muestra posible de cómo nuestro alumnado lee y escribe como si fuera "profesional" y reflejando claramente la diversidad y variedad de la sociedad actual.
Y lo haremos en varias entradas. Aquí va la primera entrega, con los ganadores de Bachillerato:
PONGAMOS QUE HABLO DE MADRID
MADRID SOMETIDO A LA MEMORIA.
¿Te has parado alguna
vez a ver los colores que estallan en Madrid cuando, al salir del metro en una
tarde otoñal, el sol se va? - Joaquín Sabina.
Eres mi casa, Madrid:
mi existencia, ¡Qué atravesada! - Miguel Hernández.
Al amanecer la
promesa del blanco sucede al negro de la larga noche. Al amanecer el aire puede
llegar a morderte. La realidad cruda e imprecisa de la madrugada corona los
tejados de las grandes ciudades. Al amanecer Madrid es consciente de una
especie de quimera, de falso tiempo, de individuos extraños envueltos en un
abrigo color camel. Personajes de películas en blanco y negro propias de la
década de los años cuarenta. Al amanecer Madrid no ha conseguido ser Madrid del
todo.
Salí de la facultad apresurado.
Nunca sabía el porqué de mi prisa. Debe de ser que aquí siempre hay algo que
hacer, o que la naturaleza de esta ciudad hace que las prisas te dirijan. Sí,
debía de ser eso, porque yo en Santander llegaba tarde a todos los sitios y me
encantaba disfrutar de mi ciudad a mi antojo, respirar el aire del nordeste y
no sentir ninguna carga a mis espaldas.
Madrid me traslada a las escenas
de mi infancia. Mi madre había nacido aquí. Un buen día, mi padre, Martín
Fernández, cántabro de pura cepa y cabo en el servicio militar de la Sierra de
Guadarrama se topó con ella, Laura María Sagasta. Su encuentro tuvo lugar en el
funicular de la casa de Campo, donde todos los quintos de la época disfrutaban
de su tarde libre y se deshacían de la fuerte disciplina impuesta en el
cuartel. Un año y tres meses tardaron en casarse, en la Catedral de la
Almudena, y más tarde vivieron en un piso de la calle de Alcalá, uno de los
cauces más frecuentados de la capital. Mi padre no pudo resistir viviendo lejos
de su tierra, de su norte, de su verde, y finalmente consiguió convencer a mi
madre para instalarse en Santander, donde más tarde nacería su único hijo, yo.
Desde que tengo uso de mi
conciencia recuerdo que todos los años nos subíamos a un Talgo para visitar a
mi abuela Águeda. Ella nos invitaba en mayo con la escusa de disfrutar de la
Feria de San Isidro, una fiesta donde los madrileños se reúnen para bailar,
comer rosquillas y tirarse bajo la sombra de un árbol. A través de estas
visitas intenté comprender el carácter de la sociedad madrileña. Pude aprender
que ser madrileño significaba heredar dos cosas: la capacidad de beber agua del
grifo y el carácter popular de una sociedad a la que no le importa de dónde
vengas. Nuestra visita duraba cinco días y tratábamos de estirar el tiempo
improvisado y caprichoso. Disfrutar cada minuto de alegría y plenitud.
La abuela vivía en una torre de
ladrillo rojo de la Castellana, el verdadero río de Madrid. Sus dos orillas
eran para mí una verdadera galería arquitectónica del siglo XX. La dolorosa
razón que supuso su contraste fueron los incesantes bombardeos que cayeron
durante casi tres años sobre la ciudad, y que lograron arrasar del todo el
paisaje ameno de palacetes elegantes y ajardinados. Más tarde la especulación
urbanística sería la encargada de rematar la faena. Todavía hoy soy capaz de
recordar cómo desde la terraza de un décimo piso vislumbraba el conjunto de
tejados y cúpulas que poblaban la ciudad madrileña.
También recuerdo
con nostalgia -como si mi memoria fuera una caja de metal bajo la propiedad de
un niño de diez años, cubierta por fotos de vaqueros del Oeste y cromos de la
última liga- las mañanas en las que las dos mujeres de mi vida me llevaban a
ver escaparates situados en lo que ellas denominaban ''El centro de Madrid''.
En la Gran Vía había tiendas donde podíamos encontrar todo en cualquier época
del año, por muy peculiar que fuese lo que pretendíamos conseguir, y así lo
contaba mi abuela. En la calle Hortaleza, la zapatería desprendía olor del
pegamento de color del caramelo. El ultramarinos de la Calla Barquillo esquina
con San Marcos resistía al concepto de progreso que no llegaba a superar la
dignidad de la tendera. En la Puerta del Sol, la pastelería La mallorquina continuaba
elaborando los famosos caramelos de color morado y las pastas de té como
encomendaba la tradición.
Todo en armonía
había sido testigo de la infancia de mi madre, y ahora consolidaba un pasadizo
entre la ciudad que mi mente albergaba en la memoria y la ciudad donde ahora
vivía.
Fui paseando hacia
la parada del metro de la Ciudad Universitaria con Juana, una granadina dos
años menor que yo que vivía con su padre y su hermana en Madrid desde que tenía
nueve años. Ella era aficionada a la fotografía y estudiaba segundo de
periodismo. Era una especie de bohemia enamorada del Madrid de la restauración,
el escenario de las novelas de Valle-Inclán.
Entramos en la boca
del metro y sentimos una bolsa de aire caliente en nuestros rostros.
-Odio este aire
caliente, casi se puede masticar. Me dijo.
-¿Qué linea vas a
coger, Juana?
-La seis como tú.
Nunca le había
visto coger el metro para volver a casa. Yo sabía que siempre volvía en el
autobús universitario porque no le debía de gustar mucho el metro, le daría
claustrofobia o algo parecido. En cambio a mí era una de las cosas que más me
gustaba de las grandes ciudades.
- Me bajo en
Legazpi, que está a tres manzanas de mi casa ¿Tú?
-Yo me bajo en
Plaza de España, es la parada que mas cerca está del apartamento
que comparto. Le
dije.
- ¡No sabes la
suerte que tienes de ser independiente! Cada vez soporto menos a mi
hermana y a los
horarios de mi padre.
-No te pierdes
nada. Yo echo muchísimo de menos la comida casera de mi madre ¡ Soy un
desastre! Siempre tengo que ir con la ropa arrugada y mejor no te cuento como
cocino... Además, muchas veces me tengo que ir del apartamento porque mis
compañeras de piso tienen la música a todo trapo y soy incapaz de concentrarme
frente a los apuntes.
Era hora punta, por
lo que el andén estaba repleto de universitarios. Cuando llegó el metro las
puertas formaron un embudo humano. Por suerte Juana y yo cogimos dos sitios y
fuimos hablando durante los diez minutos que duraba el viaje hasta mi parada,
mientras ella revisaba unos apuntes de uso de la información.
- Tú cuando acabes
la carrera ¿Qué piensas hacer? -me preguntó.
-Pues no tengo ni
idea, sueño con ser presentador de un programa de Televisión Española por las
tardes, pero más bien me conformo con ser colaborador de momento.
-Pues yo no estudio
periodismo para acompañar las horas de la siesta hablando de la basura de la
corrupción. Yo quiero aprender de la experiencia, ser reportera de guerra,
recorrerme todos los conflictos bélicos con una mochila y una cámara por compañeros.
Quiero viajar y contarle a los españoles el drama que se vive en algunos
lugares del planeta.
El metro fue
deteniéndose y un foco de luz nos deslumbró. En los carteles de la estación de
metro pude leer Plaza de España.
-Bueno Juana, me
tengo que bajar que ya hemos llegado, y acuérdate, cuando tengas dudas con
alguna asignatura me puedes llamar al apartamento.
-Muchas gracias
Gonzalo, no dudes que lo haré.
Cuando las puertas
del vagón se abrieron, me bajé rápidamente escapando de la gran masa humana que
se disponía a subir. Ascendí a la superficie por las escaleras mecánicas que
ese mismo día habían inaugurado en la estación.
Ya era hora, pensé,
odiaba subir escaleras y más cuando volvía de las clases cansado.
Nada más salir de
la estación la monstruosidad del Edificio España me sorprendió, para mi era el
monumento más impresionante de toda la ciudad. La Torre de Madrid -el edificio
de hormigón más alto de Europa durante mucho tiempo- también me gustaba, pero
no tanto como su vecino. La plaza de España era uno de mis rincones favoritos
de Madrid. Me encantaba tumbarme en la hierba bajo la estatua de Don Quijote al
atardecer, a leer una novela o simplemente a repasar para el examen del día
siguiente.
Eran ya las nueve
en punto y empezaba a helar, por lo que me decidí ir en dirección a casa.
Observé el bullicio de turistas por Gran Vía que no cesaba ni en otoño y me
adentré en las calles paralelas.
Yo compartía piso
en la calle Fomento, muy cerca de El Senado, ese edificio del que todos los
españoles nos preguntábamos para qué servía. En la calle había construcciones
de todas las épocas, hasta del siglo de Oro. Yo vivía desde hace tres años en
un pequeño bloque pintado de color salmón con terrazas abalconadas.
El portal era
excesivamente estrecho, con lo mínimo, cuatro buzones y la bicicleta de una de
mis compañeras encadenada a la barandilla de madera.
Nada más entrar me
topé con nuestra casera que se disponía a bajar la basura.
-Buenas noches Doña
Pilar ¿Qué tal le ha ido el día?
-Pues como siempre
hijo, nada fuera de lo normal ¿Qué se puede esperar del día a día de una
pensionista? En cambio, a ti Gonzalo te noto cara de cansado.
Me tocó la frente
con su mano derecha. La verdad es que Doña Pilar desempeñaba el papel de madre
en funciones muchas veces, tanto conmigo como con mis dos compañeras.
-Creo que has
cogido algo de frío, tómate un vaso de leche caliente con una aspirina y métete
en la cama. Y a ver cuando te echas una novia ¡Qué seguro que te cuida mejor
que yo!
-Para eso Doña
Pilar me vuelvo al norte con mi madre, y de novias nada que luego sólo me traen
problemas.
-¡Ay hijo! No seas
tan despegado y haz caso de lo que te dice una.
Nos despedimos y
ella siguió bajando mientras yo subía. El apartamento que teníamos alquilado
estaba en el primer piso. Cuando llegué a Madrid con una mano delante y otra
detrás tenía en la mente quedarme en la residencia de estudiantes de la Ciudad
Universitaria, pero el primer día que llegué lo primero que hice fue ir a dar
una vuelta por el Madrid de los Austrias y en el escaparate de una tienda de
zapatos de toda la vida había un cartel en el que se anunciaban habitaciones en
un piso cerca de la Calle de la Princesa con Gran Vía. Contacté con Doña Pilar,
me lié la manta a la cabeza, recogí mis maletas y hasta hoy.
El edificio era de
la época de la Segunda República, concretamente de 1932, según el mensaje que
rezaba una inscripción en la fachada. A pesar del paso del tiempo se conservaba
muy bien, pero el tejado había sido arreglado varias veces a petición de un
técnico del ayuntamiento, o eso me había explicado Doña Pilar. La fachada era
sencilla, pero sin rozar lo aséptico. Lo que más me gustaba eran los ornamentos
a la altura del primer piso, una especie de figuras barrocas que resaltaban
sobre el relieve. El bloque contaba con tres viviendas repartidas en diferentes
plantas. En el primero vivíamos yo y mis dos compañeras, Marta y Arancha.
Marta era una
madrileña que tenía mi edad. Treinta años atrás podía haber pertenecido al
movimiento hippie que rechazó la Guerra de Vietnam y todos los fundamentos del
mundo occidental. Aunque la verdad conservaba tintes de la época, ya que se
pasaba el día escuchando canciones protesta de Lluis Llach y Victor Jara. Era
militante del Partido Comunista e intercalaba sus estudios de Filología
Hispánica haciendo cinturones de cuero y collares que vendía en El Rastro los
domingos.
En cambio, Arancha
tenía un año más, era de Vitoria y estudiaba Empresariales por estudiar algo,
porque no tocaba un libro en ningún semestre y ya había repetido un curso. Era
de buena familia y sus padres le habían enviado a estudiar fuera del País Vasco
porque no la soportaban. Llevaba mucho maquillaje siempre, pero tenía poca
personalidad. A sus padres no le gustaba nada que compartiera un piso en el
centro de Madrid, y menos con una ''antisistema'' como Marta y un estudiante de
periodismo como yo.
El resto de la
propiedad también era de Doña Pilar. Ella misma me había contado una larga
historia que me había fascinado. El edificio había pertenecido a su abuelo que
hizo fortuna en México y había construido varios inmuebles en el centro de
Madrid antes de que estallara la guerra. Tras morir éste, su padre, un diputado
socialista heredó todas las propiedades. Pero tras la victoria de los
sublevados, ella con tan solo dos meses y su familia tuvieron que exiliarse en
Francia. La desgracia no quedó ahí, el nuevo régimen amparado por una injusta
ley se apropió de todas las posesiones. Tan solo pudieron conservar el edificio
de la calle Fomento y un pequeño chalé adosado de carácter racionalista cerca
del mercado de Barceló, donde la burguesía más culta llegó a vivir en algún
momento.
El segundo piso era
donde ella vivía. Se pasaba todo el día cocinando. Muchas veces me había bajado
torrijas en almíbar o flores de calabacín rebozadas que estaban para chuparse
los dedos. Todos los balcones de su casa los tenía a rebosar de plantas que
alegraban la fachada. Una buganvilla de flores moradas trepaba por la tubería
del canalón hasta el tejado. Lo malo es que con el frío ya se le habían caído
hasta las hojas. El tercer piso era abuhardillado, tenía todos los muebles
cubiertos de sábanas blancas y lo usaba a modo de desván.
Entré en el
apartamento con unas infinitas ganas de darme una ducha de agua caliente, cenar
algo rápido y meterme en la cama. Nada más entrar al salón, el olor a incienso
me impregnó el olfato. Eso era señal de que Marta estaba en casa y de que
Arancha no, porque cada vez que encendíamos una varita de incienso Arancha
comenzaba a echar pestes y a decir que en su habitación se colaba olor a
iglesia.
Al apartamento se
entraba directamente por el salón. A la izquierda estaba la cocina semidesnuda,
con unos muebles de color azul piscina, una encimera de gas con un horno que
nunca habíamos usado y nada más que una cafetera y una nevera.
El salón tenía un
empapelado de los años sesenta totalmente, con un sofá de polipiel, también de
esa década, y una simple estantería repleta de mis libros y los de Marta. Un
estrecho pasillo distribuía nuestras tres habitaciones parcheadas cada una a
nuestro gusto, y al fondo estaba la puerta entreabierta del baño. Tras de sí,
se podía observar la puerta de la lavadora, y la ridícula cortina con dibujos
de cangrejos que habíamos comprado para la ducha.
Cené lo primero que
vi en la nevera, un yogur de fresa, y fui directo al baño, me desvestí, y me
sumergí bajo la ducha dejando que las gotas recorriesen mi cuerpo lentamente y
evitando pensar en todo lo que tenia que estudiar para antes de Navidad. De
esta forma evitaba estropear el mejor momento del día. Salí del agua me cubrí
con una toalla blanca con dos iniciales rosas de un juego que nos había dejado
Doña Pilar. Cuando me conseguí secar, me perfumé con unas gotas de agua de
colonia y me lavé los dientes, cosa que se me hacia eterno y más cuando tenía
sueño. Salí corriendo por el pasillo hacia mi habitación y me metí en la cama,
en mi refugio, tan lejos de la realidad y a la vez tan cerca...
Escuché un ruido,
el despertador, pero nunca lo asociaba con el momento que bajo mi juicio era el
peor de la mañana. Pero ese día estaba de suerte, era sábado, y por tanto no
tenia que acudir a las clases, por lo que tenía todo el tiempo del mundo para
disfrutar de las maravillas de la que ahora de una forma parcialmente
definitiva era mi ciudad. Todavía para mí una mina de oro sin explorar, a pesar
de lo que ya nos conocíamos.
Apagué el
despertador con un torpe movimiento, y con un estiramiento de brazo alcancé la
cinta de la persiana y la subí de golpe, dejando entrar toda claridad del sol
de noviembre por la ventana de madera que estaba sobre mi cama. Permanecí unos
minutos entre las sabanas pensando en cómo iba a gastar los minutos del mejor
día de la semana, mientras observaba y analizaba cada uno de los elementos que
había en mi diminuta habitación. En frente, la puerta con un póster de Alaska
y los Pegamoides –Me había declarado fan durante mucho tiempo de la gran
mayoría de los grupos de la movida, pero este era mi favorito, y lo guardaba
con un cierto aprecio-. Justo al lado yacía un escritorio lacado en blanco
sobre el que tenía un acuario enorme de diferentes peces que formaban un gran
baile cromático. Al lado se amontonaban miles de hojas en blanco y apuntes bajo
una marea de notas adhesivas en las que se podía leer: ''Tengo que
organizarme'', repetidamente. Al lado un armario excesivamente simple a punto
de explotar por toda la ropa que acumulaba en su interior. Sobre él, un espejo,
o más bien un trozo de cristal sin rematar pegado a la puerta, . A los pies de
mi cama un puf de cuero color rojo que había comprado en El corte
inglés de la calle Preciados y que me había costado tres mil pesetas
seguidas de una bronca monumental de mi madre cuando se lo había contado por
teléfono. “-¿Para éso te mando yo el dinero? ¿Para que lo malgastes en
tonterías y luego tengas toda la ropa tirada sobre él?”
Y así era, en el
puf de color rojo acumulaba toda la ropa a lo largo de la semana y era sólo el
domingo, el día que ponía para mí la lavadora, cuando me podía tirar encima.
Al fin salí de la
cama y me decidí a desayunar un par de tostadas con un zumo de naranja.
Mientras tanto pensé en lo que iba a hacer ese día. Y finalmente me decidí:
Iría a la cuesta de Moyano, al lado del jardín botánico, a curiosear entre
tantos y tantos libros de todas las épocas, de todos los autores y de todos los
estilos que nadie era capaz de imaginar. Allí había sitio para los libreros y
aficionados de todos las ideologías. Gracias al artículo de un prestigioso
escritor en un suplemento dominical, descubrí este fascinante hueco en el corazón
de Madrid.
Disfrutaría de la
mañana allí y después me iría al pulmón de la ciudad, El Retiro, donde pasearía
hasta la hora de comer, volvería casa y seguiría estudiando hasta la hora de
salir por la noche sin ningún tipo de preocupación.
La ciudad en la que
vivo es hermosa, pero ella no lo sabe. Su belleza es completamente secreta,
agitada e incluso arisca. Es una ciudad difícil, amante de las muchedumbres y
del caos, que se enamora de las calles repletas, de los bares y tascas llenas
de botellas.
Goya supo pintarla
como nadie lo hizo, pintar su luz y sus tinieblas como si las pintara de la
nada. Galdós, hijo adoptivo de esta plebeya ciudad, fue capaz de describirla
como tampoco lo hizo nadie, reflejar su gloria y su miseria y recrear las
tumultuosas calles gracias a los personajes de Fortunata o
Jacinta , uno de los libros que más me han marcado hasta ahora.
Ocurrió como había
pensado. Pasé la mañana tal y como había pensado, y estaba contento con las dos
compras que había hecho: un libro de Agatha Cristhie de tapa rústica que
contenía tres títulos:Muerte en el Nilo, Las Manzanas y Asesinato en el
Orient Express. Y junto a este volumen una edición decimonónica de La
Regenta deClarín que me había llamado la atención.
Más tarde me
adentré en la jungla de Madrid o también, otro de los escenarios de lo que
había sido mi infancia junto a mi abuela Águeda. El Retiro me inspiraba un
momento concreto, una tarde especial. Mi abuela y mi madre me llevaban de la
mano a ver la Casa de Fieras. Después ellas tomaban el vermú en una terraza
situada al margen del estanque, y yo podía disfrutar de lo que para mí era un
manjar de Dioses: mojar patatas fritas en un vaso lleno de Coca-Cola.
La noche llegó muy
pronto, y con ella el momento más feliz de la semana. Recordé que había quedado
con mis compañeras de piso y tres amigos más en Tirso de Molina para disfrutar
del encanto de la noche madrileña.
Hay ciudades a las
que la noche desnuda por completo. Hay ciudades que duermen, que se apagan al
desaparecer el sol o que descansan tras caer rendidas. Ciudades que mantienen
un cierto respeto a los horarios de su gente.
Definitivamente,
desde que disfrutaba de su encanto me di cuenta de que Madrid no pertenece a
este grupo. La noche la enjoya, la viste y la maquilla. La estrena a cada
atardecer. Está claro que no es una ciudad como otra cualquiera. No es una más.
Una de aquellas que tras llegar la noche se transforman en un triste escenario,
una triste imitación de lo que puede llegar a ser la vida. Madrid es grande y
hermosa, de noche y de día. Respeta a su gente. Es acogedora por naturaleza y
no se deja doblegar por nada. Madrid no tiene nada espectacular, nada que
deslumbre, pero tampoco tiene nada que envidiar a muchas otras ciudades. Como
dijo Gómez de la Serna, Madrid es la improvisación
y la tenacidad.
FIN
AUTOR: Guillermo Piquero Jiménez- 1º A Bachillerato
Y
DivididosMiré a mi izquierda para observar al otro lado de la ventana y todo lo que vi fue un cristal empañado. Vapor de agua que en contacto con el frío cristal se condensaba formando diminutas gotas. Pasé mi mano por la superficie para ver lo que había al otro lado. La miré un segundo, ahora ligeramente mojada, llena de pequeñas partículas de H2O y sus enlaces polares correspondientes. Aquí todo el mundo sabía eso, era algo básico que nos enseñaban nada más pasar la Ceremonia. Volví a mirar al exterior, fuera del edificio en el que me encontraba. Aquí, en las periferias, la mayor parte de las instalaciones eran laboratorios. Nadie quería vivir aquí, tan cerca del límite, al lado de ellos.Y ese límite era el que me interesaba.Llevé mi mirada un poco más allá, hacia ese muro imaginario que ambos, tanto una parte como la otra, habíamos construido hace ya mucho tiempo. Era un espacio de unos diez metros que estaba vacío, tierra de nadie. Más allá pasaba. Ni venían ellos aquí ni íbamos nosotros, sería deshonrar la decisión que tomamos en la Ceremonia. Pero a mí, al contrario del resto del mundo, me interesaba lo que había al otro lado.La gente no era como aquí. Tampoco hacían lo que hacíamos nosotros, ni pensaban de la misma manera. Sus casas eran distintas, incluso conducían por el lado contrario. Miré más allá, sonriendo al ver sus vidas. Podía observar sus salones a través de las ventanas. Eran cálidos, llenos de libros y sillones donde se sentaban a leerlos y analizar lo que significaban. También había una enorme biblioteca algo más alejada, cuyo edificio sobresalía en el horizonte. Según algunos rumores, allí había toda la información que uno necesitaría para traducir un texto a cualquier idioma existente, así como documentos sobre lenguas muertas y los orígenes de estas. Tenían decenas de salas que relataban la historia del mundo y de todas las personas que habían conseguido influir en él, junto a todos los cambios sociales que habían ocurrido desde hace miles años. Me gustaba observarlos, ver cómo entraban y salían de ese enorme edificio, y cómo leían sus libros a la luz del fuego en sus sillones de cuero rojo. También me gustaba ver cómo estudiaban los mapas, y cómo le enseñaban a los recién llegados la historia de las lenguas, de la política y de la sociedad.Ojalá pudiera estar allí, aunque fuera solo por un día.Me gustaba mi mundo, de hecho siempre me habían dicho que la Química era lo mío, y sin duda la Biología me encantaba, pero no quería quedarme ahí. Quería conocerlo todo, y quería saber qué hacían al otro lado. Quería leer sus libros y que me explicaran la historia del mundo tal y como lo hacían con los recién llegados. Quería que me contaran por qué había surgido la maldita Ceremonia y cuándo habíamos decidido dividirnos.Todos los adolescentes llegan con las ideas claras a la Ceremonia; yo no. Todos los estudiantes quieren dedicarse solo a un mundo; yo no. Parecía ser la única que quería saber de los dos, vivir en ambos, porque al fin y al cabo no somos tan diferentes. La gente no entendía eso. La separación era inútil, la Ceremonia era inútil, y los que defendían la importancia de ese muro inexistente eran unos inútiles. Todos los días me imaginaba lo que podría hacer si pudiera volver atrás, a cuando esto no era más que una idea inofensiva, para decirles que pararan. Para hacerles ver que no pueden separarnos de la manera en la que lo hicieron, porque crearían una imagen en la mente de los pupilos que luego ellos desarrollarían en el futuro de una manera mucho más radical. Les haría ver que el mundo no era blanco o negro, que había tonos intermedios. Había gente que quería estudiar Física y también Historia. Había personas a las que les gustaba la Biología y también el Latín. Había gente que no quería ser de ciencias o de letras, que solo quería ser persona.Les enseñaría que nos necesitábamos mutuamente, y que no queríamos vivir divididos.
FIN
AUTORA: Ángela Martín Carranza 1ºC Bachillerato
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