PRIMER PREMIO
TAN SÓLO PRETENDO
Hola, mi nombre es Jessica y vivo en el pequeño pueblo de Ravensville en Inglaterra, es un lugar poco conocido, pero eso no tiene importancia. Ya sé que lo que les voy a contar les sonará un poco raro, pero ese es el motivo por el que estoy escribiendo esto en este conocido foro de Internet. A mí este suceso me preocupa y me sorprende bastante, por favor difundan mi mensaje, no puedo dormir tranquila por las noches, no sé qué es lo que está pasando pero… muy a mi pesar, no parece nada bueno.
Todo empezó el 12 de octubre, era una mañana sombría y lluviosa, había desaparecido un chico unos días atrás y la policía comenzó a buscarlo. Tras varios días, encontraron una supuesta nota suya en un bosque poco explorado de la zona, el Bosque de Darkswood, es un tenebroso y oscuro lugar, pero eso es irrelevante. Lo más extraño es que, la policía envió a todos los buzones locales, incluido el mío, una copia de la supuesta carta con un mensaje en el que pedían que si lo encontrábamos les avisáramos. Les adjunto el archivo, todo este tema me da muy mala espina:
ARCHIVO POLICIAL
A quien corresponda:
Con esta carta no pretendo que me ayuden, pues cuando encuentren esto por desgracia yo ya estaré muerto, tampoco pretendo asustarles, ni mucho menos, tan sólo pretendo prevenirles para que no les suceda lo mismo que a mí.
Me presento, mi nombre es James Hudson, tengo veinte años, y estoy a punto de terminar la carrera de filología, o al menos lo estaba, pues aunque sobreviva tendría que repetir el último curso, pues he faltado a las clases de los últimos tres meses, por un suceso que me ocurrió en esa misma fecha. Yo regresaba de casa de un amigo a las tres de la mañana, era una noche de luna llena. La calle estaba desierta como os podéis imaginar, algo que no me resultaba agradable. Por suerte delante de mí iba un adulto de avanzada edad, caminando tranquilamente por las oscuras calles de Ravensville, hasta que ocurrió… una oscura y corpulenta silueta salió de entre la niebla, era demasiado grande para ser de un humano, tapó la boca a aquel pobre hombre y se lo llevó a furtivamente, a una velocidad de vértigo. Yo les empecé a seguir por oscuros callejones que nunca había visto antes y, cuando conseguí alcanzarlos, sólo me dio tiempo a ver un horrible charco de sangre y aquella oscura silueta que se alejaba galopando a cuatro patas. En el momento me sorprendió y me quedé paralizado, estuve mucho tiempo en la misma posición, pensando, asimilando lo que acababa de ocurrir, observando el terrible charco de sangre que aún permanecía en el suelo, notando el olor a putrefacción que dejo aquel extraño ser y lo que quedaba del pobre hombre.
Durante unas semanas intenté abstraerme de ese recuerdo y engañarme pensando que sólo fue un asesinato, que no era nada extraño, y que dadas las circunstancias en las que estaba yo aquella noche, que me había tomado unas copas de más, igual lo confundí, o aluciné, pero no fue así. Hace unos meses, salió en el periódico la desaparición de este hombre y los detalles que en aquel momento se conocían. Tras ese terrible suceso, empecé a investigar, busqué diferentes casos parecidos al ocurrido, dejé de ir a la universidad, apenas comía, ni siquiera recuerdo la última noche que dormí con normalidad, me quedaba en casa sin salir, conectado al ordenador, sin movimiento alguno, con una simple bolsa de patatas rancias a mi lado, mirando en páginas y descargando archivos, cualquier cosa que me llevase a conocer más sobre aquel extraño ente. Mi investigación y el mapa sobre avistamientos cercanos que hice de mi puño y letra me condujeron a un lugar al que nunca hubiera querido ir, el sombrío Bosque de Darkswood. Recordé las numerosas desapariciones, los sonidos extraños y los sucesos paranormales que acontecían en ese bosque, también recordé que ni siquiera la policía se atrevía a adentrarse allí, porque era un lugar muy peligroso, y nadie sabía lo que podía ocurrir. Ahí me encontraba yo, en ese lugar en el que los pocos que entraron no han vuelto a salir, y ¿estaba dispuesto a jugarme la vida por una simple investigación?, -me dije-. Cuando me quise dar cuenta ya estaba dentro, y había cruzado la frontera que separa la vida, de la muerte. Comencé a caminar, a cada paso que daba me iba asustando aún más, pues apenas se veía, las copas de los árboles eran demasiado altas y frondosas, y entonces apareció… aquella aterradora silueta que me había atormentado todas las noches durante los tres últimos meses… ¡tres jodidos meses! Su cuerpo peludo lleno de sangre con aquellos dientes terribles y afilados, como pequeños cuchillos, esos ojos rojos como de reptil, lo tenía delante, la misma representación de mi miedo estaba ante mis ojos. Debajo de él divisé al hombre de la otra noche, o lo que quedaba de él, estaba desgarrado, con la cara casi irreconocible, no tenía ojos, y su chaqueta estaba ensangrentada… era, era, era lo peor que había observado en toda mi vida. No quiero darles más detalles, pues no quiero dejarles un trauma. Corrí lo más rápido que pude, pero aquel ser odioso, me reconoció y me siguió dando tumbos, gruñendo, el suelo temblaba a cada trote, empecé a ver más seres horrendos aproximándose, en ese instante yo deseaba morir lo antes posible, mi rostro se iluminó cuando a lo lejos divisé una cabaña desabitada, entré y cerré la puerta, saqué de mi mochila un lápiz y un papel, y comencé a escribir esto. No sé siquiera si alguien logrará encontrar esta nota, pero si lo hace quiero dar gracias a Dios por dejarme disfrutar de la vida que he tenido hasta ahora, a mi madre, por haberme querido y cuidado, quiero pedir perdón a mis amigos y a mi familia por no haber dado señales de vida en estos tres meses. Por favor, si estáis leyendo esto ¡hacedme caso joder! Tan sólo pretendo preveniros y evitar que os pase lo que a mí, nunca salgáis a la calle después de media noche si hay luna llena, encerraos en vuestras casas y rezad todo lo que sepáis, pues no os creáis que por estar en casa os salvaréis, porque ellos ya están forzando mi puerta , esto es lo ultimo que puedo escribir, su pútrido olor ya se filtra dentro de la cabaña, acaban de abrir la puerta, están entrando, esto es lo más terrible que puede pasarle a un ser humano, por favor !difunde mi palabra!
J. Hudson
Carta encontrada al lado de un charco de sangre a las afueras de Ravensville, en el Bosque de Darkswood. Por favor, si alguien conoce el paradero de este chico que avise rápidamente a la policía, su familia sigue buscando su cuerpo.
Autor: Martín Rotella Fernández- 1ºC
SEGUNDO PREMIO
EL PAÍS DE LOS LIBROS PROHIBIDOS
Si tuviera que definir mi vida con una sola palabra, diría “aburrimiento”. En mi vida no hay acción, no hay entretenimiento, a no ser que quieras que te maten, es mejor vivir así.
Cuando nací, la vida ya era de esta manera, la gente crecía, intentaba sobrevivir durante 14 años para poder empezar a trabajar, a dejar atrás la infancia. Hasta entonces, haces lo posible para volverte invisible, para que nadie te vea, para que, con el tiempo, éste deje de afectarte, y puedas dormir hasta morirte. Yo no tengo esa suerte. Lo peor que te puede pasar en mi mundo es ser hiperactiva, padecer déficit de atención, y ser incapaz de estarte quieta un solo instante. Mi madre hizo lo posible para quitarme mi manía de ir corriendo de un lado a otro, así que hizo lo único que se le ocurrió: comenzó a contarme historias. Yo estaba fascinada con las palabras que surgían de sus labios. Me encantaba como sus ojos oscuros dejaban un momento de ser agujeros negros para convertirse en unas luces que me alegraban el día. Me contaba cuentos de princesas en apuros, que con el tiempo se convirtieron en historias de amor, en novelas de terror y misterio, en libros sin hojas que narraban historias fantásticas. Pero terminó, mi madre fue una mañana a trabajar, y nunca más volvió. Pensé que se retrasaba, así que esperé, y esperé, hasta que un hombre de tez blanca y ojos viles vino a recogerme, y, con toda su asquerosidad, escupió unas palabras horrendas.
-Tú madre está muerta, ahora vete.
Sin más, no volví a ver a mi madre, mi vida se desmoronó, mi mundo se vino abajo. Busqué un nuevo hogar, entre mis lágrimas amargas que recorrían mis mejillas tiznadas de ceniza. Nadie parecía quererme. Mi propia familia me repudió, porque, como ya he dicho, mi hiperactividad solo les traería problemas. Un día me encogí en una caja de cartón, esperando que la muerte me viniese a recoger. En su lugar, vino a mí un ángel. Una mujer delgada, fina como una cierva, me miró con sus ojos verdes como el océano.
-Hola. ¿Cómo te llamas?
Me recogí las lágrimas de los ojos grises, intentando centrarme en ella, porque era una mujer realmente hermosa, de pelo rojo y rizado y ojos verdes y bondadosos. Pensé que responder era la mejor opción.
-Me llamo Selena.
-Bonito nombre. Yo soy Olivia, vivo aquí enfrente. ¿Dónde está tu mamá, cielo?
-Mi mamá subió al cielo, señorita.
-Ya veo. Venga, levanta. Una niña tan guapa no puede vivir así.
Me recogió y me metió en su casa, cubriéndome con una manta de lana.
-¡Anaíd, trae ropa limpia, rápido!
Una niña delgada se acercó corriendo con una mochilita. Tenía el pelo negro y ojos verdes y resplandecientes. Su piel era blanca, como el papel, y su nariz respingona estaba salpicada por algunas pecas.
La ropa era cálida, aunque no demasiado excéntrica, solo unos legins apretados que me oprimían la cadera y una camiseta larga azul, con un chaquetón por encima. La niña me limpió el pelo color miel, porque después de tanto tiempo de un lado para otro, parecía un nido de pájaros. Olivia me preparó un té, cosa rara, porque con mi edad de trece años, normalmente tomar un vasito de leche ya era todo un paso adelante. Me dedicó una sonrisa dulce, aunque yo prestaba atención a la casa. Era como una mansión, muy grande, de paredes de madera.
-Bien Selena, ¿qué hacías fuera sola, no tienes más familia?
Me intenté hundir en el sillón, porque si les decía lo de mí hiperactividad, me echarían con una mueca de asco. Pero decidí arriesgarme, porque esos dos pares de ojos verdes me resultaban tranquilizadores. Comencé con la historia de que mi madre me contaba cuentos, aunque fuese ilegal, porque mi hiperactividad podía darme problemas para el futuro. Les conté cómo el hombre pálido se había acercado y me había comunicado su muerte, cómo había ido en busca de mi familia, que me había expulsado de su mundo como si fuese una plaga peligrosa. Olivia y Anaíd no dijeron nada hasta que tomé aire y bajé la cabeza, entre sollozos, preparándome para cuando me despojasen de la ropa y me tirasen al pavimento empapado del exterior. Pero, en su lugar, noté como unos brazos cálidos me rodeaban, dándome un abrazo. Al abrir los ojos, solo pude apreciar una maraña rizada y pelirroja. Olivia me susurró unas palabras de ánimo, aunque yo solo podía oler su champú de limón. Anaíd me observaba desde detrás de Olivia, sonriendo compasivamente.
-Mamá, le prepararé una cama. Y le buscaré algo de ropa.
Olivia (que debía ser su madre), se apartó y me quitó las lágrimas de las mejillas.
-Bien. Gracias, Anaíd.
Aquel día encontré a mi nueva familia. Anaíd y yo nos hicimos inseparables, como hermanas, y Olivia fue una segunda medre para mí, aunque yo jamás olvidé el pelo carey y los ojos oscuros de mi verdadera madre. La vida en sí no cambió mucho, seguía siendo extremadamente aburrida, pero compartirla con una chica de mi edad me reconfortaba. Anaíd era más tranquila, y se estresaba con poca cosa, cuando sus mejillas empezaban a ponérsele rojas, como un volcán a punto de explotar. Normalmente, nos sentábamos en el tejado y veíamos pasar las nubes, intentando adivinar a que se parecían. Era algo aburrido, pero servía para matar el tiempo. Una mañana soleada y sin nubes, Anaíd y yo nos tumbamos mirando al cielo.
-Selena, ¿por qué la vida será así? Tan monótona. Alguna razón habrá. Digo yo.
-Mi madre me contó una historia sobre eso. Hace mucho tiempo, había un rey, que vivía feliz con su esposa y sus cuatro hijos, tres mujeres y un varón, que aseguraban su descendencia. La reina era una amante de la lectura, la primera hija amaba la danza, la segunda cantaba como un ruiseñor, la tercera dibujaba con un arte impresionante, y el varón era muy juguetón. Una tarde, el niño decidió ir en busca de aventuras, pero en uno de sus juegos al tratar de perseguir a los pájaros, se olvidó de que no podía volar, y se internó en el bosque, donde un oso lo devoró. La reina se ensombreció tras la muerte de su hijo, así que pensó que sus lecturas se lo devolverían. Consiguió la mayor colección de libros jamás conocida, y la escondió en su palacio, en una sala donde solo ella podía entrar. La segunda de las hijas y la tercera, aquellas que cantaban y dibujaban, salieron a dar un paseo por el prado antiguo, para alejarse de la lectura de su madre. La primera decidió cantar, pero en un descuido cayó a un pozo, en el cual cayó también su hermana, en un burdo intento de rescatarla. Así fue cómo las dos siguientes hijas se fueron de su lado. La mayor se mantuvo durante mucho tiempo, pero la locura de la reina le pudo, así que se suicidó, ahorcándose con la tiara de sus propias zapatillas de baile. A esas alturas, la reina y el rey ya no podían más. La monarca desaparecía cada poco, con libros en sus manos que leía con pasión en sus paseos. Pero de uno no volvió, pues, al caer uno de sus libros, ella trató de cogerlo, resbaló y se desnucó. El rey, preso de la locura, escribió en su lecho de muerte una ley: prohibió las artes que habían matado a su familia: la danza, el canto, el dibujo, el juego y la diversión y, ya a punto de desfallecer, la lectura, condenando al reino a una monotonía eterna que solo él podría romper.
Anaíd, que había prestado atención a mi relato, asintió y frunció el ceño.
-Pues ya le vale a ese rey, ¿no? Porque vivía en una familia de torpes ya tiene que venir a jorobarnos nuestra vida.
Tuve que contenerme para no partirme la caja de la risa, porque Anaíd podía ser muy graciosa si se lo proponía.
-¡Chicas, a comer!
Olivia ya estaba sentada en la mesa de caoba, con una cucharada de sopa a medio camino de la boca. La saludamos con discreción y nos sentamos. La sopa estaba congelada, cosa rara, porque Olivia cocinaba muy bien. Se le veía muy nerviosa, porque no dejaba de temblar, y los fideos se le caían de la cuchara.
-Olivia, ¿estás bien?
-¿Qué? Sí. Es que he estado haciendo limpieza y he encontrado esto dentro de un cajón. Podéis quedároslo.
Nos tiró una bonita llave de madera bañada en algo brillante parecido a la plata, solo que con alguna tonalidad dorada. Anaíd frunció el ceño al verla y me la pasó, haciendo un gesto con la mano para que me la quedase. Ella y Olivia ya tenían amuletos de sobra. Olivia siempre llevaba colgado del cuello un anj, el símbolo egipcio de la vida, y Anaíd tenía una piedra azulada con forma de pluma atada en el cuello. Me acoplé la llave a mi propia cadena de oro, que había pertenecido a mi madre. Olivia se retiró pronto de la mesa, así que Anaíd y yo salimos a la calle a ver a la gente pasar. La mayoría venían de la fábrica. Los hombres, que trabajaban en la mina, volvían tarde, pero las mujeres de la corte del rey regresaban pronto.
-¡Selena, Anaíd!
El que saludaba era Mauro, un amigo nuestro que ya trabajaba en las minas. Nos saludó con su mano negruzca del carbón, así que Anaíd y yo sacudimos las manos también. Mauro ya tenía 14 años, y llevaba trabajando un tiempo. No era muy alto, pero cómo sus brazos parecían mazas, no había muchas personas que se metiesen con él.
Cuando se fue, una gota nos cayó en la cabeza. Y luego otra, y otra más. Entramos a tiempo de oír un estrépito proveniente de la gran sala del primer piso. Al llegar apresuradamente, Anaíd y yo observamos cómo Olivia dejaba caer un cuadro. Era una pintura realmente hermosa, de una mujer de pelo lacio y rubio, con los ojos azules. Una llave colgaba de su cuello, y un libro estaba apretado contra su pecho. Olivia observó una puerta oculta en la madera, cuyo pomo se escondía tras el cuadro. La abrió con sumo cuidado, dando paso a una sala muy estrecha y oscura.
-¿Mamá?
Olivia se volvió con un sobresalto. Sus ojos estaban desorbitados, pero sus manos ya no temblaban tanto.
-¿Qué es eso?
-Ni idea, la encontré hoy. Me pone realmente nerviosa.
Ahora que su estrés cobraba sentido ante mí, asomé la cabeza a la sala y alargué las manos, sintiendo una hebilla con cerradura, y unas bisagras de puerta. Observé la llave que tenía por colgante, la arranqué con un chasquido y la metí en la cerradura, que comenzaba a hacerse más visible ante mis ojos, que ya se acostumbraban a la oscuridad. Era pequeña y metálica. Anaíd y Olivia se quedaron detrás, mientras yo la forzaba con mi llave de madera, que hacía crujir el mecanismo. Con un chasquido, la hebilla cayó al suelo, y Anaíd soltó un chillido.
-¡Anaíd, chitón!
Tiré del asa, que hacía chirriar las bisagras de la puertecita. Cuando ésta se abrió, metí la cabeza por el huequecito y palpé lo que tenía delante. La pared era rugosa, con hendiduras y protuberancias abultadas. El polvo me manchó las yemas de los dedos.
-¿Y bien, qué ves?- me preguntó Olivia desde el exterior.
-Absolutamente nada. Anaíd, pásame una vela.
Las temblorosas manos de la chica me pasaron un candil encendido. Iluminé la estancia. Dorsos de cuero y letras polvorientas brillaron a la luz cálida de la llama encendida. Las arañas se refugiaron en sus telas, aunque la mayoría se deshacían.
-¿Selena, qué hay?
Tartamudeé, porque hasta yo podía saber lo que nos habíamos encontrado.
-Li-libros. Son libros.
Oí un golpe, probablemente Anaíd, que se habría desmayado (como ya he dicho, se estresaba con facilidad). Salí, con el pelo y los ojos cubiertos de telarañas. Como me imaginaba, Anaíd estaba tirada en el suelo, abanicándose la cara, pálida y los ojos verdes muy abiertos.
-Libros, ya lo que nos faltaba. Libros.
Olivia metió la cabeza en el hueco e izó su vela. De nuevo, el cuero de los tomos brilló. Sacó uno de ellos, ancho y negro.
-Julio Verne, “La vuelta al mundo en 80 días”.
Saqué dos más.
-“Alicia en el país de las maravillas”, “Cinco semanas en globo”. ¡Son geniales, mi madre me los contaba de niña! ¡Mirad, “El maravilloso mago de Oz”!
Anaíd se acercó y cogió uno muy fino, aunque empezó a temblar tanto de puro pavor, que se lo quité y lo ojeé, sintiendo las hojas entre mis dedos. Olivia guardó los suyos rápidamente, me arrancó los míos de las manos, los metió en su sitio, cerró la puerta con la llave, la puerta exterior y colocó el cuadro en su sitio. Me tendió la llave y me la puso entre las manos, temblando de rabia.
-¡Oli! ¿Qué haces?
-¡Mañana vienen a revisar la casa! Si encuentran esto, nos matarían por lectura en el reino. Alta traición. Mantened el secreto, al menos hasta mañana por la noche.
Las revisiones. Era lo normal. Miré a Anaíd, que parecía tan preocupada como yo. Cuando en una casa una niña o niño cumplía los catorce, se le hacía una revisión a todo su ambiente en general para situarle en un puesto de trabajo adecuado. Yo cumplía 14 años al día siguiente, y Anaíd una semana después. Por tanto, un guarda de palacio vendría, revisaría la casa y nos adjudicaría un puesto, y se iría como si nunca hubiese estado allí. Aunque, si encontraba los libros, nuestro futuro iba ser acabar chamuscadas en una hoguera delante de todo el pueblo. Olivia nos cogió de los hombros con los ojos llorosos.
-Todo irá bien. Ante todo, no volváis a coger los libros, ¿entendido?
Siendo sinceros, lo normal es que cuando te prohíben algo, te entran más ganas de hacerlo. Por ejemplo: “No chupes bolis”. Pues tú, vas y chupas bolis hasta que se te ponen los dientes azules. Eso fue lo que le pasó a Anaíd esa noche. No era lo que se decía una niña muy curiosa, pero tendía a ponerse muy nerviosa cuando el miedo le prohibía hacer algo. Como, por ejemplo, leer un libro. Oí pisadas que hacían crujir el suelo. Como tengo el sueño ligero, abrí un ojo, y la vi caminando por el pasillo hacia la sala grande. Me incorporé y le seguí, sigilosa como un gato. Ahora no me cabía duda de que iba a abrir la puerta de los libros. Me palpé el pecho y me di cuenta de que mi llave no estaba y colgaba de la mano de Anaíd. La puerta chirrió cuando la abrió. Yo la seguí adentro. Cuando vi que dejaba el cuadro en el suelo, pisé fuerte para que me viese. Ella se giró, y me vio allí de pie.
-Anaíd, no lo hagas.
-Sé lo que me hago Selena, vuelve a la cama.
La miré de arriba a abajo. Sus ojos me decían que no iba a aceptar un no. Le hice un gesto con la mano para que viese que me tenía sin cuidado y volví sobre mis pasos. A mí, con tal de que no se metiese en un lío, me daba igual. Me metí en la cama y miré el reloj. Eran las 6 de la mañana. Como Anaíd no se diese prisa en leer, Olivia podría pillarle. Recé porque no pasase eso. Apoyé la cabeza en la almohada y me dormí. Aunque volví a despertar al poco por culpa de Anaíd. Me sacudía por los hombros y estaba llorando.
-¡Me he cortado, Selena, me he cortado!
Mis sentidos de hiperactiva se dispararon. Me erguí y le miré el dedo. En efecto, un corte lleno de sangre se le había abierto. Un corte característico del papel. Intenté limpiarlo con mi camisón, pero la sangre continuaba brotando, cálida y fría al mismo tiempo. Anaíd sollozaba. Su pijama estaba empapado en sangre. ¿Cómo podía haber armado tanto una mísera herida? Pero era un corte muy profundo. Normalmente, una tirita valdría, pero el inspector no iba a pasar de largo un corte ensangrentado en la mano delicada de una niña pálida y cayada. Era posible que lo pareciesen, pero los guardas no eran imbéciles. Traerían a los perros, que seguirían el rastro hasta los libros prohibidos de la guarida. Y como mínimo, matarían a Anaíd.
-Hay que decírselo a Olivia.
Por una vez, no respondió. Olivia tardó lo suyo en espabilar, porque no era persona hasta que se tomaba una taza de café. Pero al ver la herida y oír el relato, incluido el detalle de que yo le había permitido hacerlo, nos dio una charla de las largas (del estilo de que tenía que cortarnos las manos, que si menudos elementos, bla, bla, bla…) e hizo amago de estrangularnos. Cuando por fin se calmó, tomó aire y desapareció por la puerta. Al poco tiempo volvió cargando con dos mochilas enormes de color caqui.
-Bien. Esto es lo que vamos a hacer. Si tenemos suerte y el inspector no encuentra la herida, seguiremos con la vida normal, y quemaremos los libros. Si la encuentra, quiero que os disculpéis un momento y aprovechéis para huir.
-Hum, ¿a casa de tía Arla?
Tía Arla, la hermana mayor de Olivia. Era una mujer gorda, algo gruñona y patosa, en cierto modo, aunque en el fondo (de un pozo seco) nos tenía cariño.
-No, del país. Estamos en el país de los libros prohibidos, libros que tenemos nosotras. Los he metido todos aquí. Nada de preguntas, en cuanto pueda, me llevaré a Arla y os alcanzaré. Tenéis dinero para el peaje. Buscad a Diana, es una vieja amiga mía. Por eso te llamé así Anaíd, porque fue ella la que nos dio esta casa.
Hasta ese momento no me había dado cuenta, pero era verdad que Anaíd era el nombre Diana al revés. De todas maneras no dije nada. Olivia nos explicó que Diana había pertenecido a una familia rica que había podido permitirse pagar el peaje, porque estaba segura de que recaudar esa bolsita de oro para pagar, le había costado mucho. Nos enseñó una foto de Diana para que pudiésemos reconocerla. Era alta, de piel bronceada, ojos verdes oscuros y el pelo castaño en unos preciosos tirabuzones.
-No os detengáis hasta llegar a la frontera. Coged a los caballos del establo y no os paréis hasta que el tejado de la iglesia desaparezca. Ahora id a prepararos, el inspector llegará en breve.
No me gustó nada lo de arreglarme, porque Oliva nos había dejado unos vestidos raros típicos de palacio, y yo no soporto nada que tenga que ver con faldas, vestidos y cosas de niñas mimadas. Ni vestiditos monos ni nada por el estilo; unos vaqueros de toda la vida, una camiseta de tirantes oscura con una cazadora por encima y unas deportivas, y tirando que es gerundio. Anaíd asintió al verme e hizo amago de cambiarse ella también, pero no le dejé, porque ese vestido que llevaba azul le quedaba realmente bien. Antes de que pudiera protestar por no dejarle cambiarse, sonó el timbre. Nos precipitamos escaleras abajo, mientras Olivia abría la puerta a un guarda. Era un hombre bajito y regordete, de pelo blanco y que parecía un principito de Bequelar al que valía más la pena saltar que rodear.
-Buenas.-dijo con una voz aguda de niño pequeño, solo que algo más rara y que sonaba a falsete.- Soy Florencio de la Rosa Margarita de la Guardia vietnamita, al servicio del rey Eduardo XXIIII y la reina Margarita XXIX.
No os voy a mentir, me perdí con su nombre después de Florencio. Olivia hizo una reverencia muy cordial y nos presentó. Anaíd se inclinó también, y yo intenté copiarla con cierta torpeza. Florencio nos repasó con mirada crítica y luego nos pasó de largo. A una velocidad rara para sus mini-piernas, recorrió toda la casa en menos de 10 minutos, sin saltarse nada. Miraba de mala manera cada motita de polvo y tomaba nota. Anaíd se masajeaba el corte con cautela y me lanzaba miradas de pánico cada vez que Florencio nos miraba ceñudo.
-Bien, ahora pasemos a la sala grande del fondo.
Anaíd soltó un gañido de nerviosismo, así que le metí un codazo en las costillas para que se callase.
-¿Selena, ocurre algo?
Bajé la cabeza hacia Florencio.
-No, nada.
-Bien, continuemos.
Florencio dio unos saltitos para alcanzar el picaporte, pero no llagaba. O bien porque los saltos eran demasiado cortos o porque él en sí era demasiado corto. Le hizo una seña a Anaíd, que se acercó lentamente, como si caminase hacia su ejecución y extendió la mano hacia el picaporte. A medio camino, Florencio le agarró la mano de la herida con brusquedad.
-¡Y esta herida de aquí, es evidente que es…!
-¡De la cocina! Sí, el otro día Selena y Anaíd me ayudaron con la comida y mi hija se cortó. No es muy buena con las herramientas.
-¿Se cree que soy imbécil?- mejor no respondíamos a eso-¡Es un corte de papel, de libro para ser más concreto! Eso es ilegal, señora Harold.
-Señorita.
-¡Lo que sea! No me fío. Traeré a los perros.
Anaíd se echó a temblar del pánico que estaba sufriendo, así que le abracé. Detrás de Florencio, Olivia hizo un leve movimiento con la cabeza. Obligué a Anaíd a estirarse y me encaré al guisante con peluca que nos miraba furioso. En serio, se había puesto verde de la ira.
-Me la voy a llevar a tomar el aire, no parece que se encuentre bien.
Al pasar por delante del guarda, le tiré sin que él lo viese todos los papeles. Olivia y Florencio se agacharon, así que aproveché y salí disparada con Anaíd. Recogimos las mochilas y corrimos fuera, hacia los establos. No había muchos caballos, solo tres. Uno color marrón rojizo estaba tumbado sobre la paja. Una yegua blanca y otra negra estaban pastando en el prado.
-Coge al que quieras.
-Bayo, el de mamá es el que más corre. ¿Tú cuál?
-¡Tenemos otros problemas, Anaíd!
De todas maneras, cogí a la yegua blanca y la espoleé hacia delante. Anaíd trotaba delante de mí. Aunque, apenas unos segundos después, oímos las sirenas que alertaban de huida de bandidos. La yegua negra que continuaba en el prado se encabritó y salió corriendo, mientras una columna de humo se elevaba de la mansión. Oíamos los gritos angustiados de Olivia, que se asfixiaba dentro del fuego. Sus toses cargadas de dolor nos llegaron a los oídos como veneno puro. Estaba gritando nuestros nombres, aunque no pidiendo socorro: nos pedía que huyéramos.
-¡Mamá!
A Anaíd se le saltaron las lágrimas y giró a su caballo, decidida a volver a atrás.
-¡No! Anaíd, no podemos. Sí vuelves, solo conseguirás que te maten a ti también.
-Pero, mamá…
-Yo también querría volver, pero Olivia lo habría querido así. Vamos.
Cerró los ojos, murmuró un lo siento lleno de pena y salió corriendo. Los gritos de Olivia se detuvieron. No sabía si por la muerte o porque había intuido que su hija estaba a salvo.
-Te quiero, Olivia, gracias- le dije a la humareda blanca.
Espoleé a mi yegua y corrí tras Anaíd, que ya había llegado a la cabina metálica que era el peaje. El guarda le apuntaba con un arma. Hasta que caí que era yo la que llevaba el dinero, no entendí porqué.
-¡Espere!
Le tendí un fajo de monedas de oro, que el hombre aceptó de buena gana. Pasamos corriendo la frontera. Al otro lado del verde valle que se extendía bajo nosotras, había una ciudad.
-Ahí, ¡corre!
-¡Deteneos!
El que gritaba era Florencio de la Rosa Margarita etc, etc…, que iba montado en un poni que parecía frustrado por llevar ese peso encima. Llevaba un arma dispuesta.
-¡Anaíd, corre!
Y así lo hicimos. Salimos disparadas colina abajo, con los disparos de los hombres del rey tras nosotras. Llegamos a un río, y los caballos se volvieron locos. No iban a poder saltar.
-¡Ahí!
Anaíd me señaló un puente que cruzaba el río. Los caballos galoparon sobre la madera. Cuando mi yegua pasó, el débil puentecito se desmoronó entero. Anaíd y yo no nos paramos a observar los escombros y corrimos por las calles. Una mujer miraba nerviosa por la ventana, y al vernos correr sobre el pavimento nos hizo señas. Era alta, de ojos verdes y pelo castaño y rizado. Debía ser Diana.
-¡Selena, Anaíd, aquí!- aun hoy en día no puedo entender cómo podía conocer nuestros nombres si era la primera vez que nos veía. Probablemente, Olivia le habría mandado una carta, o Diana ya sabría de nuestra existencia y de nuestra huida.
Nos las apañamos para meter a los caballos por la puerta, que cerramos a cal y canto. Estábamos tan nerviosas, que no vimos lo hermosa que era la ciudad. Solo nos precipitamos hacia la ventana. Los hombres del rey seguían allí.
Pero sus armas no nos alcanzaban.
Sus leyes tampoco.
Olivia había dado su vida por sacarnos de allí.
Había dado su vida por sacar a Anaíd, a los libros y a mí de allí.
Había dado su vida por sacar lo que más le importaba del país de los libros prohibidos.
Autora: Alba García Vega, 1º ESO A
ACCÉSIT
ODA OFFLINE
Momentos hay
en los que la tecnología,está de más.
Ahora casi todo es virtual.
El objetivo es conseguir más megustas en Instagram,
más seguidores en Twitter, más preguntas en Ask,
más grupos en Whatssap,
¿Eso es ser popular?
¡Pues menudo batallar!
dependemos de un cristal,
de móvil o de iPad ¿Qué más da?
Que poca libertad.
Las máquinas acaban con la Humanidad.
¿Una pachanga en la chancha?
¡Qué va! Voy a hacer selfiles para Instagram
por cada 100 amigos en Facebook, tenemos 4 de verdad.
¿Para qué jugar en la calle si se puede desde el sofá?
Luego os asustáis de que haya obesidad.
Cuesta reconocer que no podemos estar
sin la pantalla desbloquear.
Y va bajando la edad,
niños de 7 años que ya tienen Whatssap
y en otras partes del planeta
vivos no llegan a esa edad.
¿Qué ha pasado con los libros?
¿Dónde están?
¿Es que ahora los escritores escriben por chat?
¿O es que a ti solo te entretiene el Ask?
¡Oye! Que hay cosas maravillosas más allá
del mundo virtual,
solo hay que abrir los ojos
ya verás que libertad.
Aprovechemos el tiempo que se va
y que ya no volverá.
Vivir tu vida
antes de escribir en Twitter tu biografía.
Autora: Carmen Fernández Casal, 2ºESO B
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